Texto: Ignacio Jarillo
Este bebé es pura vida. Acaba de nacer, pero más de 700 bebés y 150 madres mueren cada día en Nigeria por motivos evitables durante o después del parto. Y la amenaza de muerte de los seres humanos de esta historia se duplica en el norte del país. Porque Nigeria es parte de África, la tierra del todo o nada. Ser viudo o huérfano es el resultado de morir antes de ver nacer a un hijo o al poco tiempo de haber nacido.
Las gemelas Umia y Rokia sólo tienen 12 días y pocas esperanzas de vida. Amanecen bajo un techo de brezo y barro, en un suburbio de Katsina,
400 kilómetros al norte de la capital, Abuja, y patria chica del malogrado presidente del país, Umaru Yar´Adua, un líder enfermo cuya muerte, el pasado 5 de mayo, tampoco sorprendió a nadie en Nigeria. La madre de las niñas sabe reconocer a la muerte cuando ronda a sus pequeñas. Acuna a la primera de ellas en su regazo con la esperanza de que esta vez no ocurra. Waraka ha tenido 16 partos, pero el marido, Musa, no puede conseguir alimentos para mantener a tantos niños. Antes era un pequeño ganadero, ahora casi no puede alimentar a sus cabras. Su familia, como el 60% de la población nigeriana, se dedicaba a la agricultura, pero tras el hallazgo de yacimientos de petróleo, que generan el 20% del PIB del país, todo cambió a peor en Nigeria. Musa y los que son como él ya no cuentan para el Estado.
Waraka mece a su bebé Umia, muerta por desnutrición. Musa, su marido, sostiene a la gemela Rokia aún con vida.
Waraka dice que sigue viva para seguir pariendo porque su nombre significa suerte. Los hijos que le quedan juegan o dormitan entre la sombra de las acacias y la basura de las cabras amontonada junto a los muros de adobe. Waraka y Musa pasan las horas preocupados. Quizá haya que ir al hospital. Es casi mediodía y sus pequeñas se deshidratan. Rokia, la otra gemela parece aferrarse mejor a la vida.
Los cooperantes de Save the Children les ofrecen apoyo y alimentos. Este caso les resulta familiar. Les recuerda al de Uleima, una joven madre a quien visitaron hace unos días y que debe estar aún en el hospital. Sus gemelos nacieron con muy poco peso, en otro parto casero complicado que redujo aún más sus posibilidades de supervivencia. Al dar a luz uno de los niños ni se movía. Ya llevaba muerto un tiempo dentro de ella. Uleima salió de casa con la esperanza de mantener vivo al otro.
Nos dirigimos a la casa del vecino de Musa: Hamballi, un joven padre de tres hijos ya mayores, Abul, Naja y Saifull, cuya mujer también hubo de ser ingresada de urgencias a punto de dar a luz a sus nuevos gemelos. Nadie abre la puerta. Se han ido al hospital. Aunque era un parto de alto riesgo para la madre, el marido no la dejó ir al paritorio hasta el último momento. Aún no hay noticias de ellos.
El final de la calle acaba en una esquina donde vive Tahiru, otro padre de 37 años. Nos recibe con atuendo impecable en su humilde casa. Cuando entramos se nota enseguida que falta la mano de una mujer. Tahiru subsiste en la pobreza, como los dos tercios de la población del norte de Nigeria, el país más poblado del continente con 150 millones de habitantes. Orgulloso, el padre sostiene en sus brazos a la pequeña Binta. Ella sólo parece tener ojos para él. La pequeña levanta las manos hacia su cara como si quisiera tenerlo aún más cerca. Así se pasa horas –asegura con tono muy responsable-, le prometí a Myriam que siempre cuidaría de ella –añade mientras asiente comprometido. Binta lanza grititos de felicidad. Ha comido hace poco y ya se retuerce de sueño, pero no quiere dormirse salvo en brazos de su padre. A su tía la quiere pero sólo para tomar el pecho. Su padre sonríe de satisfacción mientras la viste. Hoy estrena un vestido color verde pistacho que a su madre le gustaría mucho. Binta nació hace tres meses mientras ella moría desangrada en el parto. La niña sobrevive gracias a su tía que también está criando, pero anoche tuvo fiebre y hay que vigilarla.
Cada día nacen 11.000 niños y niñas en Nigeria. Pero casi el 10% de ellos muere antes de los cinco años. La tasa de mortandad de bebés en Nigeria es la más alta de África.
Y es que en Nigeria la vida se abre camino a pesar del hambre, la malaria, el VIH o la tradición que impide a una mujer acudir al hospital para parir sin el permiso del esposo. La mayoría de las mujeres no tienen acceso al sistema de salud, ni pueden decidir su atención médica ante un embarazo.
Los cooperantes acuden ahora a casa de Aisha, una joven soltera que parió sola en la vergüenza de no tener marido que la sustentara. A pesar de ello, parió en casa con el apoyo de una matrona voluntaria. Las midwifes ofrecen una ayuda inestimable a una sociedad que no puede costearse una atención médica hospitalaria y además rechazada culturalmente. Utilizan todo tipo de hierbas medicinales para hacer las curas propias de un parto. Muchas de ellas acompañan a las madres con problemas a la clínica y allí continúan su labor en la cabecera de la cama. No tienen formación académica sólo la experiencia de haber asistido de jóvenes a multitud de partos de extrema dificultad y en pésimas condiciones higiénicas.
La niña de Aisha, Fátima, parecía sana, aunque le faltaba peso desde que nació la pasada semana. La puerta está abierta pero nadie atiende a la llamada. Con el calor sofocante de esas horas no debería haber salido, y menos con una recién nacida. Si no está es que algo pasa.
Nuestro itinerario lleva un orden de seguimiento y el equipo de atención médica de los cooperantes no pierde el tiempo. Al otro lado de la ciudad, Maymuna ha nacido hace tres noches. Hacía allí nos dirigimos para ver a su madre. Hafsat parió en casa con la ayuda de Habsatu, la traditional midwife, experta matrona que por respeto a la tradición musulmana no nos dejó fotografiar el parto pero nos enseña una cuchilla de afeitar oxidada con la que cortó el cordón umbilical de la pequeña. Maymuna también ha llegado a este mundo cuando su padre no estaba en casa. Nació a destiempo y en peligro de muerte. Tiene fiebre muy alta pero lo alarmante es el aspecto de su minúscula espalda. Por eso la llevaron a toda prisa al hospital.
En la clínica Turi Yaradua de Katsina no es fácil para un fotógrafo de sexo masculino sacar fotos de las mujeres que llegan a punto de parir. Es complicado ganarse la confianza del director de la clínica y de las enfermeras, temerosos todos de incumplir las costumbres musulmanas. Pero, con la ayuda del grupo de Save The Children, por fin visitamos a Hafsat, veintiún años, recién ingresada con su pequeña. Sus ojos tiemblan empapados de tristeza cuando Hadiza, la hermana-enfermera, coloca boca abajo a la bebé. Pesa menos de dos kilos y, como nos temíamos, padece de espina bífida. Así lo revela la protuberancia que aparece en su espalda. Hafsat parió en su casa, estuvo a punto de morir pero sólo acudió a la Maternidad de Katsina cuando su marido regresó de viaje y autorizó el traslado.
Hadiza agradece a los cooperantes su labor de seguimiento pero suspira y reniega en silencio, desesperada. No le gusta que le hagan fotos pero nos anima cuando nos ve tan concernidos por lo que pasa. Son muy pocas enfermeras como ella en la clínica y tiene la sensación de ayudar siempre cuando es demasiado tarde.
Abandonamos el Turi Yaradua y cruzamos la ciudad por la avenida de Kofar kaura, una de las arterias principales, infestada de motocicletas con tres ocupantes abordo, zigzagueando entre camiones al calor sofocante del mediodía. A lo lejos se ve la mezquita de Katsina rodeada de jardines. Pero nuestro destino es el servicio de pediatría del Hospital Federal.
Con permiso del médico responsable de la planta, una enfermera nos invita a conocer a los pequeños huéspedes de la maternidad. Los que luchan sin saberlo contra la estadística del país. Así conocemos a Aminu y a su hijo de un año de edad Munir, que nos mira con la tristeza de haber sufrido el hambre desde mucho antes de salir de la tripa de su madre. Ella le acuna esperando que el pequeño coja peso cada día y puedan volver a casa. Munir parece perdido entre la ropita que le queda grande debido a la malnutrición de los primeros meses. La enfermera aprovecha el tiempo y se ocupa de pesar a Hasab, un retoño rollizo de más de dos kilos que acaba de nacer.
Seguimos por los pasillos vacíos de la maternidad donde, a pesar de la pobreza, se aparcan camastros de hierros oxidados recién pintados y jergones viejos con sábanas que aún huelen a limpio. La hermana enfermera quiere que conozcamos a otra mujer que sí es motivo para la esperanza. Ya hemos oído hablar de ella a los cooperantes. A la entrada del inmenso “nido” lleno de cunas blancas, nos presenta a Uleima, la joven madre de gemelos que nos recibe con resignada sonrisa, unos ojos negros inmensos y la piel de ébano tan brillante como su mirada. Sabe que venimos a conocer al bebé que le queda.
-“El gobierno de Nigeria es el que menos gasta en sanidad de toda África-, apunta Raquel Palmer, responsable de Save The Children en Europa-. Nigeria es el país africano con mayor índice de muertes de recién nacidos. Su voluntad política sigue siendo el principal escollo para mejorar la estadística. Es un problema más grave que el dinero, ya que la mayoría de las muertes que se producen al nacer son fácilmente evitables. Sólo el 1% de los niños duerme bajo mosquiteras tratadas con insecticida que les proteja de la malaria. Sólo una cuarta parte de los bebés deshidratados son atendidos convenientemente y apenas un 33% de los niños con neumonía reciben algún tipo de tratamiento”.
La maternidad, a pesar de todo, es un lugar lleno de vida, de pequeños corazones latientes y diminutos pulmones que se ensanchan para captar oxígeno aunque no siempre tengan una mano que les acaricie. Sin dejar la sala, captamos la imagen de otro prematuro al que todavía no han puesto nombre sobre la incubadora que lo protege de la dura vida que le espera. Cabe en la palma de una mano, pero duerme a sus anchas tapado con un pañal tan grande que le llega hasta su pequeño pecho. A pocos metros, en el paritorio la vida nace bajo control. En este hospital parece que nace un bebé casi cada minuto. No hay tiempo para la tristeza. Esa se queda en casa de las mujeres que cumplen la ley machista de parir sin ayuda médica.
No queremos irnos sin conocer más finales felices. Junto a la sala donde lavan a los bebés que acaban de nacer, otra madre suspira confiada en la salud de su hijo. Se llama Halifa, es musulmana, como casi todas las mujeres en el norte de Nigeria. Tiene dieciocho años recién cumplidos y la vida le ha dado hoy el mejor regalo que podía esperar: su pequeño ha mejorado y está fuera de peligro. Vino de nalgas al mundo en un parto casero, pero lo más difícil fue que su marido permitiera que el médico de guardia la atendiera en el hospital. Un traslado urgente salvó al niño y a la madre. Ella todavía mira con vergüenza al padre del bebé por no haber sabido aguantar en casa. Como las buenas parideras...
Al otro lado de la sala, en el paritorio, se oye una extraña letanía. Como si alguien diera gracias al cielo. Es Malika, de 26 años que jadea agotada tras ver nacer a su bebé. Junto a la camilla aún encharcada, reposa casi desnuda. La niña que ha salido de su tripa está bien. Logró dar a luz en el hospital por la insistencia de su familia. Malika da las gracias a las enfermeras de pediatría y saluda asintiendo al equipo de cooperantes. Después se vuelve hacia la pared medio desnuda para evitar el objetivo de la cámara.
Nigeria es África en estado puro. Antes de convertirse en exportador de petróleo producía el 96% de su sustento. Ahora es uno de los países importadores de alimentos más pobres del mundo.
Los suburbios de Katsina, Jibia o Abuja, son lugares llenos de vida. Las ciudades de Nigeria están superpobladas, pero la alegría corre por sus calles en las sonrisas de los niños que salieron adelante.
Al otro lado de la plaza se oyen voces escolares. Los alumnos de la escuela salen al recreo después de escribir en la pizarra. Nabila y todas sus amigas de la escuela privada llevan la cabeza cubierta como corresponde a la sharia, ley islámica que aumenta en los estados del norte. La religión musulmana predomina en esa zona del país. En el sur, es la católica.
Volvemos a casa de Waraka, tras una jornada de seguimiento por los hospitales. Allí ya no hay tiempo para la esperanza, ni andan sobrados de suerte. Hay otras cosas más urgentes: preparar un nuevo entierro. Umia, la pequeña gemela, ha muerto mientras no estábamos; a los trece días de vida. Su madre, sentada a la puerta de su casa y rodeada por su familia, la tapa entre paños de vistosos colores y la llora como si fuera la primera que pierde. Musa, el marido, nos mira y enseña a la otra gemela a la cámara. Rokia ha cogido peso y saldrá adelante. No puede evitar una amarga sonrisa.
La pequeña es fuerte pero aún tiene que luchar. Está en la UCI infantil. Diagnóstico tardío: meningitis. La traditional midwife, que la ayudó a nacer, le lleva por si acaso un saquito de hierbas medicinales del puesto que regenta su marido en el mercado de Jibia, a 20 kilómetros de Katsina. Aisha se lo agradece con lágrimas en la mirada. La medicina tradicional de las matronas nigerianas es la más utilizada por los pobres, pero su instrumental para atender un parto, como esa cuchilla oxidada, daría escalofríos al hombre blanco.
Cae la tarde en el suburbio de Katsina. Hamballi, el vecino de Waraka, ha vuelto por fin a su casa de adobe. Sus tres hijos entran cabizbajos. Al volver del hospital todos llevan el dolor asumido en la mirada. No traen buenas noticias.
La madre dio a luz a dos gemelos, sí, pero murieron en el parto. Un día después ella murió también de una hemorragia que nadie supo atender con garantías. Se fue con ellos. Nada se pudo hacer. Fue tarde incluso para acudir al hospital. Hamballi prefería que los bebés nacieran como él, en casa. En Nigeria, la tradición dicta sentencia demasiadas veces. La muerte en África, como en todas partes, es enemiga de la vida, pero allí la vida es demasiado corta para darse cuenta de la muerte. Ya lo advirtió en sus versos el poeta africano.
“Aunque llegué al final del viaje,
Jamás sentí que hubiera llegado.”
(Wole Soyinka, Premio Nóbel nigeriano de literatura, 1986)
Fotos: Pep Bonet © , http://www.pepbonet.com/
Texto: Ignacio Jarillo ©
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